Entre 1946 y 1956 mis experimentos monocromos, ensayados con colores distintos al azul, nunca me dejaron perder de vista la verdad fundamental de nuestro tiempo, es decir, que la forma, a partir de ahora, ya no será un simple valor lineal, sino más bien un valor de impregnación.
Una vez, en 1946, cuando aún era un adolescente, iba a firmar con mi nombre en la otra cara del cielo durante un fantástico viaje «realista-imaginario». Aquel día, tumbado en la playa de Niza, empecé a odiar a los pájaros que volaban de un lado a otro de mi cielo azul, mi cielo sin nubes, porque intentaban hacer agujeros en mi mejor y más bella obra.

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